Brazo de Monte – 2014
Fotografía, Publicación y Videoinstalación / Artesquina 20, Mercedes
Bosque cargado de soles, aves, peces, animales y el hombre; bravos de pelos largos, oriundos del “Hum”1. Supieron crecer y poco a poco desaparecer con la llegada del hombre blanco.Desde aquel entonces, la suerte del suelo oriental ha ido en pos del “desarrollo”, pisoteando todo aquello que no siga su ímpetu. Culturas esfumadas, desperdigadas, aniquiladas. Resta un hondo pesar indio en algunos pocos cimarrones.Ayala no tiene edad, hombre curtido de sol con brazo de monte. Hace más de treinta años que vive sumergido en la profundidad de lo nativo. Para llegar a él, tengo que alejarme, atravesar caminos de barro, pastizales, alambrados; caminar y caminar siguiendo el río hasta que los perros denuncien mi llegada.
Un apretón de manos me conecta con mis ancestros. Al igual que Ayala, mi bisabuelo supo vivir del monte, eran otros tiempos cuando su camino lo llevó a ese mismo lugar. Nunca voy a saber si fue el destino que lo hizo un montaraz o quizás una conexión inexplicable con la naturaleza, que sospecho heredar de él.
1 El nombre Río Negro proviene de la palabra indígena hum, que significaba «a mí» o “nuestro”, en dialecto guenoa.
El artista y el montaraz:
notas a partir de Brazo de Monte, de Andrés Boero Madrid
Por Manoel Silvestre Friques
Introducción
Brazo de Monte: título que nos invita, a través de una yuxtaposición incongruente, a pensar en la relación entre el hombre y la naturaleza o, más exactamente, en el paradigma “cultura / naturaleza”. ¿A qué se refiere Andrés Boero Madrid al anunciar la existencia de una parte de la anatomía humana en el seno de una formación vegetal no cultivada? ¿Cómo se articula un miembro humano en relación a ese todo natural? En definitiva, ¿tiene brazos el monte?
Semejantes indagaciones pueden parecer un tanto ingenuas, puesto que Boero, en la elección del título, elige una aproximación claramente metafórica. Y, sin embargo, aunque pone de manifiesto esa voluntad metafórica del artista, no esclarece totalmente (por ahora no estamos aún satisfechos) la envergadura de la expresión. En un primer momento la respuesta sería: el brazo es del montaraz, aquella figura humana que aparece en las fotografías con contornos siempre imprecisos; bien porque su presencia cromática se confunde con el paisaje, bien porque nunca le vemos ocupando el primer plano, o bien por estar recortado a la altura de la nuca, esta indefinición solo indica de forma precaria una identidad en todo caso anónima. Se trata, por lo tanto, de un brazo camuflado en el paisaje.
Un segundo camino apunta no hacia el hombre, sino hacia la estructura vegetal. Donde leemos ‘brazo’ podemos entender ‘rama’. Desde esta perspectiva, brazo de monte corresponde a las ramificaciones que en las fotografías de Boero se entrelazan de forma tortuosa y difícil de mapear para el ojo humano, imponiéndole a éste la imposibilidad de aprehender unitariamente el objeto observado tal y como desearía la psicología de la Gestalt. Estas marañas de ramas marcan la pauta del trabajo aquí comentado, obligando en consecuencia a este texto a seguir también el mismo procedimiento sinuoso. Entrelacemos las ramas.
Primer brazo: la pintura y el paisaje
Es de sentido común considerar el paisaje como uno de los géneros pictóricos tradicionales, junto a la naturaleza muerta y el retrato. Se afirma como tal a mediados del siglo XVII, a través de las creaciones de pintores holandeses como Salomon van Ruysdael (ca.1600 – 1670) o Meindert Hobbema (1638 – 1709), y se desarrolla en la obra de artistas tan célebres y dispares como Claude Lorrain (1600 – 1682), Nicolas Poussin (1594 – 1665), John Constable (1776 – 1837) o Joseph M. W. Turner (1775 – 1851), aparte de los icónicos pintores del impresionismo y post-impresionismo.
Es posible proponer un desvío en relación a este abordaje del paisaje como género; no como un objeto a ser visto y contemplado, sino como un proceso de formación de identidades subjetivas y sociales. La representación del paisaje debe ser entendida entonces como un vehículo de intercambio condicionado por toda una red de relaciones socio-culturales. Se trata, por tanto, de un medium ambiguo de expresión cultural pues, como jeroglífico social, el paisaje ofrece una imagen que disimula su carácter contingente: la imagen paisajística – como escena natural representada – se asienta sobre convenciones culturales que condicionan su “naturalidad”. Hay, por consiguiente, un doble movimiento mediante el cual se naturaliza la convención al tiempo que se convencionaliza la naturaleza. Dicho esto, la pregunta que cabría hacerse es: entendido como práctica cultural, ¿cómo se comporta el paisaje? Pues éste no solo simboliza las relaciones de poder, sino que, además, es en sí mismo un instrumento y agente de poder cultural.
Teniendo en cuenta el discurso teórico de W. J. T. Mitchell, podemos comenzar a considerar la pintura de paisaje uruguaya, puesto que también Boero se desvive en consideraciones sobre la vegetación de la pampa. Siendo así, no nos parece un disparate observar las distancias y proximidades, las divergencias y similitudes existentes entre los paisajes uruguayos creados por sus artistas. Concretamente, en relación a la pintura de paisaje, queremos destacar dos momentos históricos puntuales: la publicación, en 1859, del Prontuario de Paisajes, obra del pintor Juan Manuel Besnes e Irigoyen; y la exposición planista organizada por el grupo Teseo, en Buenos Aires, en julio de 1927.
En el Prontuario de Paisajes – una especie de diario visual de Besnes e Irigoyen –, destaca ya desde el inicio su portada. Tanto el título del diario como la dedicatoria a su hermano presentan un trazo orgánico, con fuentes que asumen una dimensión gráfica que no renuncia a la semántica. Se trata, sin duda, de una variación de las miniaturas medievales, aquellas que iluminaban las letras capitales al inicio de los textos.
Esta interpretación se ve corroborada por la letra P de Prontuario, que envuelve todo lo escrito, creando un ámbito curvilíneo y sinuoso para el resto del título. Las demás letras que forman la palabra son, sin embargo, de trazo austero, específicamente contrapuestas a las curvas que engendran el siguiente término: Paisaje. Es aquí donde las curvas se vuelven autónomas, saliendo de las letras y adquiriendo independencia gráfica propia, hasta el punto de constituir una tela de araña, una red entrelazada o, si se quiere, una selva tipográfica.
Objetivamente, el diario está formado por imágenes pintadas por Juan Manuel Besnes e Irigoyen, y acompañadas por textos que, de modo invariable, nos dan las siguientes informaciones: local representado (casa, campo, iglesia, planta baja, reunión, etc.), fecha (entre abril y mayo de 1852, pudiendo apreciarse también papeles pegados de otros años), y momento del día. Los dibujos – la mayoría de ellos acuarelas – presentan temas recurrentes, de entre los cuales cabe destacar la reproducción de barcos, edificios, costumbres, retratos, encuentros oficiales, episodios militares, así como la indumentaria de la época. En conjunto, las imágenes retratan escenas de costumbres uruguayas a partir de los viajes de su autor.
Como tal diario que es, esta obra se caracteriza por la suma de informaciones visuales vinculadas al esfuerzo de afirmación de una nación emergente. No es de extrañar que Besnes e Irigoyen sea considerado como el primer pintor uruguayo, a pesar de haber nacido en tierras españolas. De hecho, el lugar reservado para él en la historia de la pintura uruguaya es el de fiel cronista gráfico atento al surgimiento de una nueva nación, influenciando incluso a Juan Manuel Blanes, principal exponente de la pintura histórica de este país. Por lo tanto, el conjunto de paisajes de que consta el diario de Besnes e Irigoyen debe ser considerado como un medium de afirmación nacional, por medio del cual son cartografiados los hábitos, las escenas y las costumbres que caracterizan esta región. Los paisajes actúan en medio de un proceso cultural más amplio, haciendo visibles fronteras y acuerdos conforme a las necesidades de un Uruguay todavía por nacer.
Realicemos ahora un salto histórico, con el fin de comentar una de las exposiciones del Planismo, una especie de tendencia – puesto que no llega a ser considerado como escuela o movimiento artístico – que dominó la escena de la práctica pictórica uruguaya en las décadas de los años 20 y 30 del siglo pasado.
Creado por el crítico de arte Eduardo Dieste, el término engloba todo un conjunto de pinturas que actualizan determinados preceptos fauvistas y post-impresionistas, generando imágenes que refuerzan el carácter plano del cuadro, sin disimular la bidimensionalidad de la superficie pictórica por medio de cierta ilusión de profundidad generada tradicionalmente gracias a la perspectiva.
Gran parte de los artistas planistas, además de su tierra natal, comparten algunas otras características comunes: José Cuneo, Carmelo de Arzadun, Humberto Causa, César Pesce Castro, Guillermo Laborde, entre (muchos) otros, nacidos en las últimas décadas del siglo XIX, pertenecen a una generación que viajó a Europa con la intención de acompañar de cerca las vertiginosas transformaciones en el campo de la producción artística. A su regreso del viejo continente, dejan de lado el volumen y el escorzo, así como otras características de la práctica académica, apostando por áreas de color y esquemas geométricos que acentúan el carácter bidimensional de la superficie pictórica.
Si, desde el punto de vista de los procedimientos formales, los pintores planistas se apropian del repertorio europeo, en lo concerniente a los temas representados van a buscar en la pampa uruguaya los asuntos privilegiados para sus representaciones: se justifica aquí la mención al planismo en la presente reflexión. Porque el paisaje uruguayo asume su propio protagonismo, compuesto a partir de una cierta ambigüedad: la necesidad de afirmación de la modernidad uruguaya, al mismo tiempo que la valorización de la idiosincrasia nacional. Una especie de contradicción condiciona toda esta tendencia, puesto que, si existe un aplanamiento modernista –tendencia a la planitud y a los esquemas geométricos, surgida a partir de la influencia de los movimientos europeos en los pintores uruguayos, y liderada fuertemente por Dieste –, al mismo tiempo existe también una valorización del campo uruguayo, de la naturaleza que es capaz de diferenciar a su país del de los vecinos y también del de sus compañeros europeos. Es en este punto donde, una vez más, se recurre al paisaje.
Encabezado por Dieste, el grupo Teseo perduró por dos años, entre 1923 y 1925, funcionando como un espacio de arte y pensamiento para sus integrantes. Como señala Esther de Cáceres en el prólogo de Teseo – Los Problemas del Arte, “esta agrupación recogida y severa, alejada del profesionalismo arribista y de la desoladora porfía no fundada en vocación ni en valores esenciales, libró una batalla heroica, que marca una época en nuestra cultura” (DIESTE, 1964, p. XI).
En toda su diversidad, el grupo elige el paisaje como medium de los nuevos valores y tendencias. No es de extrañar, por lo tanto, que en una de las exposiciones del grupo, en julio de 1927, de las sesenta obras expuestas, cuarenta y cinco fuesen paisajes, en su mayoría planistas .
Segundo brazo: el lápiz de la naturaleza
La historia de la fotografía se confunde con el rápido movimiento de asimilación por parte del capitalismo industrial. Poco tiempo después de la presentación pública del daguerrotipo en la Academia de Ciencias y Bellas Artes de París, su inventor, a cambio de la concesión de la patente, gana una pensión pública vitalicia por parte del gobierno francés, iniciándose así un rápido proceso de difusión y comercialización por todo el mundo. Menos de un año después de su presentación en sociedad, el aparato fue exportado a América Latina en 1840, en una expedición liderada por el abad Louis Comte , con el objetivo de dar la vuelta al mundo y producir imágenes fotográficas de los diferentes lugares visitados. Caben destacar en este punto dos aspectos: el carácter ceremonial y público que marca la introducción de la fotografía en el territorio latinoamericano. Además de esto, una de las funciones primordiales de la nueva técnica: el mapeo territorial, gracias a una sorprendente verosimilitud superior a aquella otra conquistada en su momento por las artes tradicionales, y con una objetividad equivalente a la de las ciencias.
En medio de todo este rápido proceso de difusión y comercialización de la técnica fotográfica, el paisaje ocupó un lugar destacado. Si el encanto del daguerrotipo resultaba de su capacidad objetiva para retratar el mundo prescindiendo de la mano humana – cabiéndole incluso el epíteto de lápiz de la naturaleza–, el paisaje, urbano o natural, le servía para todos sus propósitos, siendo el medium por excelencia para poner de manifiesto toda su pericia técnica e industrial. Los árboles, las corrientes de agua, los prados y los campos sembrados, las iglesias y los distintos edificios observados con meticulosa precisión, no hacen más que subrayar la destreza y la fidelidad del nuevo descubrimiento fotográfico al documentar no solo la realidad visible, sino también aquello que Benjamin llama “el inconsciente óptico”. Debe quedar claro, no obstante, que no solo fue el paisaje el único en ser transformado por la fotografía; prácticamente todos los espacios sociales fueron atravesados por esta técnica – siendo preciso señalar las campañas diplomáticas y militares, los clubes de aficionados, las diversas aplicaciones destinadas a la ciencia, la comunicación o el turismo, además, claro está, de su utilización como instrumento de vigilancia y control social (con la prejuiciosa definición, bajo este último aspecto, de fisionomías de la criminalidad).
El lugar destacado que ocupa el paisaje en todo este proceso se debe, sin duda, a los usos sociales que el nuevo medium proporcionaba. En este sentido, si el espacio discursivo de la fotografía se distingue de aquel otro espacio expositivo del museo modernista que estaba guiado por valores estéticos, como señala Rosalind Krauss , no deja de haber, sin embargo, una especie de intersección entre los distintos campos discursivos apuntados, intersección promovida justamente por el paisaje entendido aquí no tanto como sustantivo, sino como proceso, es decir, como verbo. Siendo así, la fotografía de paisaje en América Latina resulta una labor emprendida en función de las necesidades de exploración, a partir de las expediciones y los levantamientos topográficos. La circulación de estas vistas fotográficas, prioritariamente urbanas, específicamente en Montevideo, pero también en las otras ciudades del interior, contribuían a la formación de todo un imaginario nacional , destinado tanto a los propios ciudadanos del país como a los extranjeros.
En casi todos los casos se trataba de edificios suntuosos, panoramas o calles del medio urbano, parques, plazas u obras públicas que exaltaban el carácter “moderno” de Montevideo. La ciudad mostraba así que estaba expandiéndose territorialmente, a la vez que renovaba su arquitectura, mejoraba su infraestructura y servicios, e inauguraba sus primeros monumentos y parques. De esta manera se intentaba demostrar el grado de civilización que había alcanzado el Estado Oriental (BROQUETAS: 2012, p. 203).
Si la promoción nacional impregna el uso de esta nueva técnica – que también es medio de expresión –, se puede decir que el espacio discursivo del paisaje se muestra como transversal entre la pintura y la fotografía, caracterizándose dicho espacio por la necesidad de afirmación del territorio uruguayo. Bajo esta perspectiva, la difusión de la fotografía no se diferencia de las intenciones que siempre manifestó Besnes e Irigoyen, ni tampoco de la necesidad de modernización por parte de los planistas: el paisaje es el territorio de afirmación de una nación (y de un continente) que se pretende moderna y avanzada.
Tercer brazo: rama genealógica o cinematográfica
Volvamos ahora al motivo inicial de esta reflexión: la serie fotográfica y el video de Andrés Boero Madrid. En este punto cabe destacar la relevancia en la conexión entre la pintura uruguaya, la difusión de la fotografía en este país y el trabajo de un joven artista a comienzos del siglo XXI.
Indudablemente, Boero dialoga con el paisaje uruguayo, tal vez de un modo tan intenso como los pintores y fotógrafos que le preceden. En Brazo de Monte aún se puede distinguir algo alternativo a un enfoque modernizador y urbano. El matiz es de tal orden que los elementos naturales retratados por Boero, lejos de estar al servicio de una mera demostración técnica, buscan establecer un encuentro (que no debe ser entendido como retorno) del hombre con la naturaleza. Ya que, en un mundo donde la naturaleza ha cedido su lugar a la cultura, y el paisaje está compuesto por anuncios publicitarios – estáticos y en movimiento –, no resulta trivial indagar acerca de la relación, todavía posible, entre cultura y naturaleza.
La obra de Boero – así como aquella otra de Besnes e Irigoyen y la de Comte – dependen de su desplazamiento por el territorio uruguayo. No se trata, sin embargo, de una campaña política y comercial con el fin de imponer un imaginario o una nueva realidad social, sino de un viaje que procura investigar acerca de la posibilidad de existencia de un origen, tanto personal como colectivo. Algo así como un desplazamiento hacia dentro, podríamos decir, en dirección al lugar de donde se proviene. Por un lado, el trabajo es el resultado de la opción por parte del artista de no solo visitar, sino, literalmente, habitar una ciudad con cerca de mil habitantes, el lugar donde se originó la nación uruguaya y que, a pesar de eso, se queda fuera de todo ese proceso de espectacularización que determina la lógica de conservación de los patrimonios históricos. Por el otro, la relación que se establece entre el artista y el montaraz surge de la necesidad, ya presente en otros trabajos de Boero, de instaurar un contacto ancestral con sus antepasados – en especial con su bisabuelo –, trabajadores del montes uruguayo. El origen deviene entonces en una búsqueda, algo que se debe perseguir, puesto que el retorno resulta imposible. El soporte técnico asume entonces una dimensión mágica, ya que a través de su mediación se da el contacto inmediato de Boero con otras temporalidades.
Si es así, la relación entre el artista y el montaraz condensa dimensiones temporales distintas. Tal encuentro atraviesa El olor de aquel lugar (2012) y Todo vuelve al viento (2013), ambos desarrollados por Boero en su “soporte natural”, o sea, el cine. No es de extrañar, en este aspecto, la noción de distancia – espacial y temporal – que subyace en los dos títulos mencionados (aquel y vuelve). Dentro de esta genealogía artística de Boero, se puede comprobar un entrelazamiento entre el medio de expresión y su filiación. En estos dos filmes, centrados en torno a las figuras de su abuela y su madre respectivamente, lo que se pone de manifiesto es la transmisión de experiencias familiares que, de algún modo, condicionan y anuncian la existencia del propio artista. A la meticulosa precisión del soporte cinematográfico –así como del fotográfico – se une otra naturaleza de la visión, o mejor, una cosmovisión. Es decir, que las nítidas imágenes que vemos traen consigo otras imágenes (memorias, síntomas, traumas, relatos, fantasmas, etc.), más allá de sí mismas.
Si en los cortometrajes “lo otro” viene a ser un ente familiar femenino, en Brazo de Monte estamos ante una figura masculina, hecho que representaría un punto de inflexión en relación a la centralidad de la mujer en las obras anteriores. La fuerza del brazo parece ser tan fálica como un árbol, elemento primigenio, esencial y constitutivo de la naturaleza, esa misma naturaleza que, desde tiempos remotos, fuera personificada, sin embargo, en el cuerpo opulento – y femenino – de una musa, la señora de los animales. Así, al contrario de lo que podríamos suponer en un primer momento, la presencia del montaraz refuerza la mirada femenina implícita en los trabajos, todo ello agudizado incluso aún más por medio de la presencia del paisaje uruguayo. Pues, de modo diferente a los deseos progresistas y modernizadores – todos ellos pautados y marcados por la idea de verticalidad – el paisaje uruguayo presenta una horizontalidad sorprendente. Es esta especie de igualdad jerárquica la que cuestiona el carácter falocéntrico, vertical y antropocéntrico característico de la pintura y la fotografía uruguayas modernizadoras. Bajo este prisma, talar un árbol no supone el impulso primordial de una devastación natural, sino más bien un cambio de dirección.
La horizontalidad, la cosmovisión, la presencia femenina, el desplazamiento hacia dentro para buscar el origen; tales procedimientos confirman dicha reorientación, siendo el resultado de todo ello, al final, improbable y remoto. Se trata de la negación del paisaje, entendido aquí como una totalidad que organiza los elementos naturales en una composición dócil y estructurada: la ilusión visual de cohesión unitaria de un continente, de un sujeto, de una nación. De hecho, al artista no le interesa el paisaje, sino, sobre todo, la naturaleza. En este sentido, el encanto de las imágenes proviene no tanto de su perfecta exactitud científica, sino del modo en el que hacen visible un sentimiento más profundo de la naturaleza, aquel que no hace del individuo un elemento autónomo en relación a su contexto, sino que lo vincula fenomenológicamente a él. Si el árbol debe caer, una de dos: o le pedimos perdón por medio de un silencioso contacto, como sucede en la escena de Todo vuelve al viento, o debemos lidiar con esta caída explícita e indescifrable, en el centro de la exposición. Puesto que, si se descarta la totalidad del paisaje, no podemos decir lo mismo en relación a la naturaleza. Recordemos que, según Simmel, existe algo como una “unidad indivisible de la naturaleza, en la que cada porción solo puede ser un punto de tránsito hacia las fuerzas totales de la existencia” (SIMMEL, 2009, p. 6). Un árbol – un brazo del monte – se vuelve entonces la llave para todo ese raudal conjunto que es la naturaleza. O aún más, como nos dice su abuela en El olor de aquel lugar, donde se puede entrever la precariedad de una existencia solitaria capaz de aglutinar diferentes temporalidades y de dar visibilidad a la naturaleza en su totalidad:
¿Ustedes se acuerdan de cuando eran niños, de todo lo que han hecho? ¿O no? ¡Nadie se acuerda de cuando era niño y yo me acuerdo de todo! Todo lo que yo vi. ¡Todo! ¿Por qué me acuerdo? Me pregunto. ¿Por qué será eso? ¿Sería porque yo era una persona solitaria y vivía siempre vagando? […] No vivo el presente. Yo vivo del pasado, presente y futuro, ¡siempre!
Esta unidad indivisible que se escucha en el relato de la abuela parece funcionar como el norte del nieto. Bien sea por la serie fotográfica, bien sea por los filmes, Boero transforma en tema personajes de su propia historia, un hecho que, sumado a la presencia del propio artista en una de las películas, suprime la supuesta distancia entre el creador y su obra. El artista se centra entonces en la figura del montaraz, sin incurrir en el error del etnógrafo que suprime al sujeto observado con el fin último de confirmar su existencia. Lo que él desea no es crear una obra cuya existencia sea independiente de sí mismo; sino, al contrario, sumergirse y ahondar en el trabajo de manera que éste acabe por convertirse en un acto de existencia por sí mismo.
El artista y el montaraz: en Brazo de Monte se opera una síntesis entre estas dos figuras, separadas desde el Renacimiento en campos de actuación diferenciados. No se trata, no obstante, de una identidad entre ellas. Como queda claro en el video de la exposición, Boero no es ningún maestro en el arte de talar árboles, y nunca lo será. Persiste una extraña equivalencia, ya que ambos parecen conservar un pensamiento salvaje a través del cual mantienen una estrecha relación con la naturaleza. Cada uno a su manera, cada uno con su instrumento, lo que, al final, resulta realmente sorprendente. Pues el abismo que separa al artista del montaraz se transforma en el vaso comunicante de una experiencia, de una existencia, de una totalidad, de un parentesco.
Referencias Bibliográficas
BARTHES, Roland. O neutro. Trad. Ivone Castilho Benedetti. São Paulo: Martins Fontes, 2003.
BROQUETAS, Magdalena (coord.) Fotografía en Uruguay: historia y usos sociales. 1840-1930. Montevideo: Centro de Fotografía (Intendencia de Montevideo), 2012.
KRAUSS, Rosalind. O fotográfico. Barcelona: Editorial Gustavo Gili, 2002.
MITCHEL, W. J. T. Landscape and power. Chicago: The University of Chicago Press, 2002.
DIESTE, Eduardo. Teseo – los problemas del arte. Montevideo: Biblioteca Artigas, 1964.
SIMMEL, Georg. A Filosofia da Paisagem. Colecção: Textos Clássicos de Filosofia. Universidade da Beira Interior, Covilhã, 2009.
Brazo de Monte from Vatelón on Vimeo.