EL DOCUMENTAL LA CHIROLA YA PUEDE VERSE DE FORMA GRATUITA EN INTERNET
La cárcel y los perros*
Por: Santiago Espinoza A. | 20/01/2013
La semana pasada, La chirola, documental dirigido por el realizador boliviano Diego Mondaca, fue “liberado” para que pueda ser visto en internet, sin costo alguno ni restricciones de otro tipo. El cortometraje, ampliamente elogiado y premiado internacionalmente, está disponible en este sitio. A manera de celebrar esta iniciativa, publicamos una crítica a propósito del filme y el texto que sus realizadores (Manosudaca Videofilmes) publicaron a tiempo de lanzar el documental para su visionado libre y gratuito en la web.
Multipremiada y aplaudida en festivales de todo el mundo, La chirola (2008-2009), de Diego Mondaca, se ha convertido en una de las piezas cinematográficas bolivianas más celebradas del último tiempo. Un mérito que resulta aún mayor si se tiene en cuenta que se trata de un corto documental de pocos menos de 30 minutos. Es que corto y documental son dos rasgos que podrían haberle restado trascendencia a este trabajo, dados los reducidos espacios de distribución y exhibición para este tipo de obras. Sin embargo, la notable factura formal y temática del filme, que le sirvió a Mondaca (1980) y su equipo para graduarse de la Escuela de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños, ha abierto muchas puertas y ha despertado un interés inusitado. Pocos son los cortometrajes bolivianos que han merecido una atención y un entusiasmo en la magnitud en que lo ha hecho La chirola. Se trata de un logro para nada gratuito.
Realizada en 2008 y estrenada en 2009 en Bolivia, La chirola gira en torno a un personaje fascinante: Pedro Cajías de la Vega, un ex guerrillero que recrea su estadía en la cárcel de San Pedro, alternando el relato de sus vivencias al interior del reclusorio con agudas reflexiones sobre el cautiverio y la libertad. El otrora recluso rememora sus miserias y alegrías en el penal paceño –adonde, intuimos, fue condenado por sus actividades “irregulares”- , desde la humilde vivienda donde se ha instalado para vivir en “libertad”, un paraje boscoso y aislado de la urbe en el que pasa sus días acompañado por sus perros.
Locuaz e hipnotizante por naturaleza, Cajías comparte anécdotas desgarradoras (como las inútiles llamadas a su abogado, su relación con los paramilitares que le persiguieron o el día que salió de la cárcel), haciendo gala de un histrionismo consumado, que bien podría llegar a difuminar, por momentos, los límites de lo documental y lo ficcional de la obra. Y entre anécdotas, dispara sentencias arrolladoras, de una sensibilidad y lucidez inapelables, que son capaces de dejar sin respuesta al espectador y animarlo a tomar nota de sus palabras. “La cárcel fueron, para mí, como unas vacaciones pagadas”, asegura, no sin un dejo de sorna, mientras recuerda su ingreso a San Pedro. “Los perros me han domesticado”, confiesa con auténtica ternura al momento de referirse a su relación con los canes. “La libertad empieza cuando uno elige su propia cárcel”, escupe con afilada sapiencia y con tal poder de persuasión, que su vozarrón torna, por unos instantes, en una suerte de voz conciencial para el espectador.
Frases como las anotadas, que adquieren consistencia y autenticidad en la medida en que resultan de las experiencias narradas por Cajías en torno a su paso por la “chirola”, le permiten al documental construir un discurso sólido, capaz de romper o siquiera cuestionar algunos prejuicios sobre la vida en prisión y, desde luego, sobre los presos. Pero, acaso, más importante es la interpelación que induce hacia las creencias del espectador respecto a conceptos como la libertad y el cautiverio. Las “libertades” que el protagonista dice haber encontrado al interior de San Pedro (como la amistad incondicional o la seguridad de saberse protegido) y las cárceles que asegura haber hallado al salir del penal (como la educación o las obligaciones económicas), se materializan en forma de interrogantes que nos llevan a preguntarnos por la porosa frontera que suele separar la libertad del cautiverio y por la forma en que una puede fácilmente confundirse con la otra.
El relato y las reflexiones del protagonista cobran un cariz lírico en virtud de la cuidada fotografía en blanco y negro del corto (un trabajo remarcable de Andrés Boero Madrid), que sabe aprovechar –con pulso contemplativo- las facciones marcadas de Cajías y la presencia, entre tierna y rabiosa, de los perros, a quienes sigue con un ritmo vertiginoso, tambaleante y, por qué no, violento, que afianza el poder visual y discursivo del trabajo. No menos sublime resulta la música y el diseño sonoro en general (a cargo de Rubén Valdez), que acompaña escrupulosamente la narración y subraya sus picos de intensidad emocional cuando así lo requiere la historia. Así pues, la apuesta estética enriquece la lucidez discursiva del documental.
Otro de los méritos de La chirola es que es una obra que revela el “estado de arte” actual de del cine documental, comúnmente concebido como marginal frente al cine de ficción. Y este estado de arte nos habla de su vitalidad en tanto registro cinematográfico, de la universalidad que es capaz de encontrar en la singularidad de sus relatos, de la potencialidad estética que entraña, de las posibilidades autorales que ofrece y, claro, de la relación endogámica que llega a mantener a ratos con la ficción, al punto de complejizar la separación entre uno y otro. Este punteo, desde luego, no se desprende de lo que viene ocurriendo únicamente en Bolivia, sino que se aplica al panorama cinematográfico en su conjunto. Pero, eso sí, encuentra un ejemplo, pequeño aunque cabal, en la cinta de Diego Mondaca.
Circunscribiendo el análisis al escenario nacional, La chirola podría considerarse como el punto más alto del revival documental que ha desatado en los últimos años la irrupción del cine digital en Bolivia, con trabajos –entre recomendables y lamentables- como Cocalero, El estado de las cosas, Un día más, Tentayape, ¿Qué pasó?, El comienzo fue en Warisata, Inal Mama o Lucho San Pueblo. Y dada la calidad y la repercusión que ha alcanzado (con más de una veintena de premios en importantes festivales, como el de Mar del Plata, el IDFA de Holanda, el de Biárritz o el Documenta Madrid), es una obra que viene a reivindicar la rica tradición documentalista nacional -que ha tenido como mayor representante a don Jorge Ruiz- y que nos permite alimentar expectativas sobre el curso que vaya a seguir no sólo la carrera de Mondaca (quien en 2012 estrenó Ciudadela, otro documental de temática carcelaria), sino el documentalismo boliviano en su conjunto.
Así las cosas, no es poco lo que este documental de “apenas” 26 minutos ha despertado en la cinematografía boliviana.
*Este texto hace parte, con ligeras modificaciones, del libro Una cuestión de fe. Historia (y) crítica del cine boliviano de los últimos 30 años (1980-2010), de Santiago Espinoza A. y Andrès Laguna, editado por Nuevo Milenio en 2011.